Un Mundo Post Covid - Parte 2 - La Nueva Sociedad

En la primera parte de esta serie de artículos hablábamos de cómo la crisis del coronavirus había creado un coronaverso en el que se mezclaba lo local con lo global y unía a todo el planeta bajo una misma tragedia. Decíamos que el confinamiento nos había abierto la ventana hacia un universo expandido en el que se trazaba una línea continua entre los mercados de China, las favelas de Brasil y las calles de tu ciudad, haciéndonos partícipes de un vecindario en expansión en el que se compartían los mismos temas de conversación. Explicábamos cómo la antropología relacionaba estas conversaciones con el instinto de supervivencia, cómo las tragedias tendían a unir a la gente y cómo el ecologismo ya había visto en el cambio climático esa tragedia global que nos uniría a todos.

Sin embargo, conforme pasaban los días, una paradoja siniestra se hacía más evidente. El coronaverso que había llegado para unir a todo el planeta, para dar un giro a nuestra sociedad y hacernos mejores vecinos encerraba un terrible secreto. Al fin y al cabo, una tragedia es una tragedia, y buscar algo positivo en ella es hacer un pacto con el diablo. Decíamos que la sed por las tragedias que dan temas de conversación es en parte lo que nos hace fantasear con sobrevivir en un futuro postapocalíptico, pero es una vez dentro de esa fantasía cuando preferiríamos no estar en ella. El coronaverso que lo unió todo pasaría poco a poco a separarnos a todos, y la materialización de esa paradoja se haría evidente en distintas fases. Hablando de fantasías, empezaremos esta primera fase con La Historia Interminable.

Capítulo 1 - Catorce Días

La Historia Interminable es una novela escrita por Michael Ende en 1979. Nos cuenta la historia de Bastian, un niño de unos doce años que vive una vida triste, aburrida y anodina. Su madre ha muerto de una enfermedad, la relación con su padre podría mejorar y otros niños le hacen bullying en el colegio. La única escapatoria la encuentra en un libro que roba de una librería. Ese libro cuenta la historia de Fantasía, un mundo que se ve atacado por una entidad sin forma llamada La Nada, la cual hace desvanecer todo cuanto alcanza. La explicación que la propia novela da sobre esta entidad es ambigua, y durante la historia los personajes dejan claro que se trata de algo más oscuro y más incomprensible de lo que a simple vista pueda parecer.

La Nada, por Bern Foster, en los títulos de crédito de La Historia Interminable (1984).

Volviendo a la vida de Bastian, esta Nada funcionaría como una representación de una depresión que lo está consumiendo por dentro; algo también oscuro, incomprensible y difícil de explicar con palabras. Durante los títulos de crédito vemos un remolino de nubes oscuras que posteriormente reconoceremos como la Nada, pero justo tras los títulos de crédito Bastian despierta de un sueño y le dice a su padre que acaba de soñar con su madre. "No tenemos que dejar que la muerte de mamá sea una excusa para no trabajar" le responde su padre, y sigue diciendo: "Deja de soñar despierto y empieza a hacer frente a tus problemas". La Nada no solo amenaza con acabar con Fantasía, sino también con la inocencia, la imaginación y la infancia de Bastian, y la metáfora que ha elegido La Historia Interminable para materializar este sentimiento es la desaparición de cosas, de gente, de todo sin aparente explicación.

La crisis del coronavirus ha sumido a muchos de nuestros vecinos en una profunda depresión, y la Nada ha sido la primera causante de ello. Todo empezó con la paulatina desaparición de seres queridos, que se desvanecían en las residencias sin poderles decir adiós. No había un cuerpo que despedir, no se hacía un evento en el que el protagonismo recayera sobre su último viaje, ni se compartía el luto para facilitar el proceso de aceptación de la muerte. No había Nada. De repente, alguien que hasta hace unos días jugaba a las cartas, sonreía a las visitas y gozaba de una salud suficiente como para dar un paseo por el barrio desaparecía para siempre. La situación se repetía cientos de veces en todo el planeta. Pronto serían miles.

No solo desparecían los que se iban para siempre. En los lugares de trabajo poco a poco había menos gente. En los colegios había niños que dejaban de venir. Había menos personas por las calles. Muchos de ellos aparecían a los pocos días, pero el tiempo que duraba el vacío que dejaban no estaba exento de cierta incertidumbre. Cada día había una noticia de un joven de veinte años, una enfermera de treinta o un adulto de cincuenta sin problemas de salud que un día abandonó el lugar de trabajo para no volver más. Eran catorce días que podían hacerse largos. Para el mundo era una persona la que había desaparecido, pero para esa persona era el mundo entero el que había dejado de existir.

La Nada podía hacer desaparecer a cualquier persona en cualquier momento, pero igual que con Bastian, también podía hacer desaparecer cualquier brote de esperanza y de imaginación. Simultáneamente, la Nada arrasaba con cines, teatros y ágoras vecinales. Se tragaba todos los eventos deportivos, todos los conciertos y todas las fiestas patronales. Nos iba encerrando poco a poco en una monotonía agobiante. El coronaverso había unido al planeta entero para sumirle en una profunda depresión social, mental y económica. La tragedia que nos había reunido en los balcones nos ofrecía unas vistas privilegiadas a la Nada. Pero la Nada, como la tragedia, también se hizo pop.

Foto tomada el 12 de marzo en un Aldi de Reino Unido.
Foto tomada el 12 de marzo en un Aldi de Reino Unido.

Al mismo tiempo que a nuestros seres queridos, nuestras fuentes de entretenimiento y los locales comerciales de nuestras ciudades, la Nada arrasaba con ciertos rincones de nuestros supermercados. Las estanterías de la harina, los huevos, las latas, la pasta y el papel higiénico fueron las primeras en vaciarse. Las redes sociales hervían con fotos del acontecimiento. El icono de la tragedia pop, que hasta hace un par de años era la chica haciéndose una foto con las revueltas de Paris, pasaban a ser esas estanterías vacías. Había quien creía haberse teletransportado al parque temático de la catástrofe medioambiental que llevaba años anunciándose. La fantasía del mundo postapocalíptico se había hecho realidad.

Cuando Bastian viajó por fin a Fantasía y de forma platónica dio un nombre a la Emperatriz Infantil para parar a la Nada, esta le hace entrega de Auryn, un medallón que le permite cumplir sus deseos. Para luchar contra su depresión y su monótona existencia, Bastian no desea otra cosa que vivir peligrosamente, enfrentándose a peligros y viviendo aventuras. El problema era que con cada deseo que veía cumplido se borraba uno de los recuerdos del mundo real. 

Nosotros, como sociedad, nos habíamos olvidado por un momento de los seres queridos que seguían desapareciendo a miles cada día, pero habíamos cumplido uno de nuestros deseos más siniestros: por fin estábamos viviendo en un apocalipsis zombie.

Capítulo 2 - Dos metros

George A. Romero nos dio La Noche de los Muertos Vivientes en 1968 y cambió la historia del cine. En un cementerio de Pennsylvania los muertos se levantan de las tumbas y empiezan a atacar a los vivos para comérselos. La premisa no podía ser más sencilla, y quizás por eso mismo se repetiría con algunas alteraciones durante todos los años siguientes. La importancia de esa película recayó sobre todo en el contraste con otras películas de terror de la época y su nexo en común con una sociedad estadounidense al borde del colapso.

Fotograma de La Noche de los Muertos Vivientes (1968).

En Hollywood, las historias de monstruos y fantasmas se asociaban a Europa hasta que llegó George A. Romero. El Hombre Lobo era un monstruo británico, Frankenstein era un doctor de procedencia y apellido alemán y Drácula no era un vampiro de Pennsylvania, sino de Transylvania. Para Hollywood, el terror estaba fuera, así lo habían vivido durante las dos guerras mundiales. Los 60, en cambio, serían algo muy distinto para Estados Unidos. La Guerra Fría y sus guerras adyacentes traerían una pequeña parte del terror extranjero a su propio país, en una variante mucho más psicológica que física, y la saga de Romero iba a explicar perfectamente este proceso. La primera parte de esta saga es un espejo de la guerra de Vietnam.

La guerra de Vietnam fue el símbolo de una sociedad en declive. Durante la segunda mitad de la década las protestas pacíficas en contra de la intervención militar en Vietnam se habían transformado en movimientos radicales cada vez más violentos. Asimismo, la parte más antibelicista de la población era más visible, más ruidosa y más grande, en constante lucha contra lo que consideraban una mayoría silenciosa que prefería ignorar la debacle social de su alrededor en favor de una comodidad con la que se alimentaban a través de la propaganda mediática. Otra lucha ligada a estos movimientos fue la lucha contra la discriminación racial, que iba a polarizar a la sociedad estadounidense todavía más.

En esa misma década se promulgó la Ley de Derechos Civiles de 1964, que acabó legalmente con la segregación racial, y murieron asesinados Malcolm X Martin Luther King en 1965 y 1968 respectivamente. Muhammad Ali se convirtió en icono de ambas luchas diciendo la ya famosa frase de: "Ningún vietcong me ha llamado nunca negrata." Romero dijo no tener intencionalidad política al elegir para uno de sus protagonistas al afroamericano Duane Jones pero sí dijo que: "Todo el mundo tenía un mensaje. Eran los 60." Por eso mismo, a pesar de que Ben, el personaje de Jones, se transforma en el protagonista principal de la película cuando salva a Barbra de ser comida por los zombies que mataron a su pareja, no existe ningún momento que subraye el mensaje racial de esta decisión de casting. No es hasta el final cuando después de haber sobrevivido al ataque de los muertos vivientes, Ben es asesinado por un grupo de hombres blancos armados con rifles. "Eran los 60", que diría Romero.

Tampoco fue ninguna casualidad que, en los 70, Romero trasladara a los zombies a un centro comercial, y en los 80 a un bunker militar, donde los zombies, ahora más inteligentes, parecían las víctimas de un apocalipsis nuclear. Desde que nacieron los zombies tal y como los conocemos hoy en día, han representado a la mayoría silenciosa de cada década, y hay quien no encuentra nada más gratificante que considerarse aquel que lucha contra ella.

El psicólogo infantil Steven Schlozman dice que: "Toda esta incertidumbre y todo este miedo se juntan y hace que la gente piense que quizás la vida sería más sencilla después de una tragedia. Hablo con niños en mi trabajo y dicen que lo verían como algo bueno. Dicen que no habría deberes, no habría exámenes de acceso al instituto, no habría colegio... solo tendrías que sobrevivir un día más." Súmale a eso todas las complejidades del mundo moderno llegada la edad adulta y tendrás una razón para vivir en un mundo postapocalíptico. Sin embargo, nunca nos imaginamos como el cuerpo que es devorado en mitad de la calle, sino como el superviviente que camina sigiloso entre los coches abandonados. Somos Bastian viviendo aventuras olvidándonos de la realidad que lo rodea cada día que se levanta pensando en su madre. Somos quienes compramos el último rollo de papel higiénico en el supermercado después de subir una foto de nuestra hazaña a las redes sociales, y no el que muere entubado en una cama de hospital alejado de su familia.

Otra constante que se repite en las películas de zombies es la desconfianza hacia otros supervivientes. No te fías de aquel que quizás solo esté interesado en robarte la comida, no estás seguro de que el desconocido que acabas de conocer no esconda un mordisco debajo de la camiseta y no te transmite confianza el líder de una ciudad amurallada que parece haber creado un paraíso en el infierno. La mayoría de futuros postapocalípticos separan a los seres humanos, los hacen desconfiados y los aíslan, y aun así se fantasea con ello, como los preparacionistas que almacenan comida para un año y construyen un bunker secreto en un bosque cercano. Fantaseamos con la soledad, con la ruptura de obligaciones sociales y el aislacionismo. Pero, como con las tragedias, fantasear con todo eso es hacer un pacto con el diablo.

Imagen de Paul Mirto vista en Downeast.com

El coronaverso nos ha separado dos metros de todos aquellos que no conviven con nosotros, nos ha prohibido tocar a otras personas, a abrazar, a besar, y nos ha hecho replantearnos la soledad postapocalíptica. Hay quien no ha visto a su familia en meses, hay quien ha salido de su bunker solo para comprar y el resto del tiempo lo ha pasado hundido frente a una pantalla en casa, y hay quien echa de menos poder volver a abrazar a alguien. El mundo, poco a poco, arrasado por la Nada, se sume en una depresión colectiva. El apocalipsis zombie no podía ser menos romántico.

Ahora, el que cubre el mordisco del zombie es el que sale a la calle siendo sintomático porque necesitaba comprar pan, el que desconfía de otro superviviente porque desconoce sus intenciones es el que le pide a su vecino enfermero que se busque una casa en otro edificio, y el que monta una fiesta con música y luces que acaba atrayendo a los zombies sigue siendo el que monta una fiesta con música y luces. La relación entre las historias postapocalípticas y la realidad social en la que son creadas sigue siendo un nexo de unión imprescindible para que funcione su relato; y de la misma forma que el abismo al que se asomó el mundo en los 60 tiene consecuencias directas en nuestro presente, el avance que supuso La Noche de los Muertos Vivientes tiene su eco en las películas que consumimos hoy en día.

Estados Unidos sigue padeciendo los mismos problemas que padecía ya en los 60, y la saga de Romero sigue igual de vigente, pero quizás haya otra película del 2018 que resuma los terrores de las nuevas generaciones de forma más directa. Una película que no solo habla de la separación de cada uno con el resto del mundo como hacía La Historia Interminable, o con el resto de la población como hacía la saga de Romero, sino que nos habla de la separación que hacemos cada uno de nosotros con nosotros mismos, algo que este mundo post Covid también ha traído consigo. Esa película es Bird Box.

Fotograma de Bird Box (2018).

Capítulo 3 - Veinte segundos

El coronaverso ha presenciado el nacimiento de multitud de vídeos virales, como el de Gloria Gaynor lavándose las manos al ritmo de I Will Survive. La idea es que para eliminar los microbios que pudiéramos tener en nuestras manos, la parte de nuestro cuerpo con la que vamos a tocar y hemos tocado todo, has de lavarte las manos durante un largo periodo de tiempo que diversos países y organizaciones mundiales han acordado en estimar en unos veinte segundos. Es una cantidad de tiempo más larga de lo que pudiera parecer y, para no perder la cuenta ni caer en el tedio, hay quien recomienda cantar canciones que duren veinte segundos durante el proceso. Por ejemplo, a los niños se les ha recomendado cantar Cumpleaños Feliz dos veces de principio a fin, pero yo me quedo con Gloria Gaynor.

Esta es solo una de las herramientas que hemos encontrado para involucrar a los más pequeños en la enorme lista de hábitos y comportamientos que tendrán que memorizar poco a poco. Salvando las distancias, hay paralelismos con la premisa de La Vida es Bella (1997) y la manera en la que Guido crea toda una fantasía alrededor de un campo de concentración para que su hijo Giosuè no sea consciente de los horrores que le rodean. Los padres confinados con sus hijos durante meses han tenido que hacer malabarismos parecidos para explicar a los más pequeños qué estaba sucediendo sin inculcarles una posible fobia a salir a la calle, y más de lo mismo habrá que hacer para explicar a esos mismos niños por qué ahora todo el mundo lleva mascarilla por las calles o por qué no pueden ir a ver a los ancianos igual que antes.

Virales como el vídeo de Gloria Gaynor han inundado las redes estos días, y el periodo de confinamiento ha hecho que el empacho de pantallas sea aún mayor. Si ya existía cierta preocupación respecto a la adicción a las redes sociales que manifestaban ciertos adolescentes, durante el confinamiento este problema se ha acrecentado, se ha expandido entre los adultos, y varios estudios lo relacionan con problemas de salud mental. La depresión, el miedo y un excesivo número de horas expuestos a las redes sociales se dan la mano encerrados en casa; aislados.

Que los problemas de salud mental iban a verse acrecentados por el coronavirus era predecible, por multitud de factores. Quizás menos predecible era que estos nuevos pacientes iban a sufrir un contratiempo en un mundo donde los hospitales están colapsados y son enviados a casa para que sus camas las ocupen enfermos con Covid. Que personas con un diagnóstico de salud mental sean enviadas a encerrarse en casa, o quizás ni siquiera sean admitidas en primer lugar, es un caldo de cultivo peligrosísimo para crear un sentimiento de desasosiego entre sus cuatro paredes.

En el otro extremo, están aquellos que prefieren no creer en lo que está sucediendo, que encuentran confort en la ignorancia o en la creencia de que todo lo que ocurre es fruto de un plan de un grupo de poderosos. Lo expresó perfectamente Laurie Penny en New Statesman cuando, hablando de las conspiranoias respecto a Game of Thrones en 2016, escribió: "El problema con la mayoría de las distopías es que son demasiado predecibles. Nos ofrecen mundos donde, a pesar de lo horribles que se pongan las cosas, al manos alguien está al mando. Son reconfortantes por esa razón, de la misma manera en que las teorías de la conspiración son reconfortantes. Es menos angustioso creer que una raza de reptilianos está controlando el destino de la raza humana que creer que nadie la está controlando en absoluto." Creer en una teoría de la conspiración es mucho más relajante que creer en el caos, y te permite formar parte de quien lucha contra una mayoría silenciosa: te pone en la piel del superviviente y no del zombie, aunque sea a raíz de la fantasía que te proporciona un medallón que te hace olvidar la realidad.

El mundo post Covid nos ha hecho vivir una pesadilla en la que se mezclan todos los monstruos del mundo moderno. Bird Box es la película que consigue aunar la bajada a los infiernos, la convivencia con los niños que no pueden entender lo que ocurre, el miedo a no sentirse lo suficientemente responsable como para hacer frente a los nuevos retos, algunos de los problemas causados por la adicción a las redes sociales, los problemas de salud mental y, quizás de refilón, un debate sobre la religión y las teorías de la conspiración. Todo ello, además, con la ayuda de un trozo de tela que les cubre una parte de su cuerpo, y la sensación de luchar contra algo invisible que no se puede controlar.

"La incapacidad de la gente para conectarse", el cuadro pintado por Malorie en el primer flashback de Bird Box.

Bird Box avanza en una nueva corriente del cine postapocalíptico que separa al ser humano de sí mismo. A Quiet Place (2018), Hush (2016) y Don't Breathe (2016) exploran el terror a través de la pérdida del oído y el habla. Bird Box avanzó en esta dirección creando terror a través de la pérdida de la vista mediante la adopción de un nuevo hábito que no ha de ser olvidado.

El coronaverso nos ha hecho explorar la ansiedad a través de la pérdida del tacto. Potencialmente, cualquier cosa que toquemos en nuestro día a día puede contagiarnos el Covid. Debemos de tenerlo siempre presente pues podría ser una cuestión de vida o muerte, bien para nosotros, bien para alguien con el que vayamos a estar. Hemos tenido que crear el hábito de lavarnos las manos durante veinte segundos para, literalmente, deshacernos de un microorganismo que, potencialmente, nos ha intentado infectar. Hemos asumido que estamos al borde del contagio varias veces al día. No tocamos las manos de otras personas, nos desinfectamos antes y después de entrar a un recinto cerrado, y nos cubrimos la boca y la nariz casi en todo momento. Poco a poco estamos cambiando. No solo es la sociedad la que está cambiando; también cada uno de nosotros.

Los niños pequeños que están jugando al coronaverso como hubiera jugado Giosuè han creado nuevos hábitos que puede que no desaparezcan o que, a largo plazo, les cree dificultades para relacionarse. Hay niños a los que se les está prohibiendo abrazarse en las guarderías, que ya se apartan dos metros de cualquiera que se cruce con ellos por la calle, o adolescentes que tienen pánico a salir de casa.

Hemos hablado de cómo el coronaverso nos ha unido a todos como planeta, pero nos ha separado como sociedad, y nos hemos acercado de puntillas a cómo esta pandemia nos ha afectado como individuos. En la siguiente y última parte haremos un viaje hacia dentro: hacia nuestra casa, convertida ahora en nuestro universo, hacia nuestro trabajo, fusionado ahora en ocasiones con nuestro ocio, y hacia nosotros mismos. Haremos un pequeño safari en nuestro salón, viajaremos alrededor de nuestro dormitorio y echaremos un vistazo hacia el interior para averiguar en qué nos estamos convirtiendo. 





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